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Intimidad y revolución: en torno a un nuevo libro de Ricardo Letts

Publicado: 2012-04-30

“¿Por qué no nací Dios? ¿Por qué no lo sé todo? ¿Por qué soy yo? ¡Qué enredo! ¿Adónde voy? ¿Por qué no puedo dar un paso adelante? ¡Estoy loco!”

Ricardo Letts [Mayo 18, 1961]

Responder a una pregunta que “mil veces” le ha sido hecha: ¿cómo, por qué y cuándo con su particular origen social –una familia de la alta burguesía limeña— se convirtió Ricardo Letts Colmenares en “combatiente consecuente de la causa del pueblo y la nación peruana”? es, según su autor, la razón de ser de esta publicación.

De hecho, de los contados testimonios publicados sobre la llamada “nueva izquierda” peruana –aquella forjada bajo el doble influjo de la revolución cubana y de las movilizaciones campesinas sur andinas de inicios de los años 60—este es, sin duda, uno muy singular. No sólo por ser su autor uno de los fundadores de esa corriente sino por el carácter “íntimo” del material que nos entrega: cinco años de reflexiones personales, en formato de diario, escritas entre enero de 1959 y septiembre de 1963, cuando su autor tenía entre 21 y 26 años. Material que permite acceder a la poco explorada dimensión subjetiva de un proceso de radicalización de honda repercusión para la cultura política de las décadas finales del siglo pasado. Textos como este aportan al respecto la posibilidad de una mirada nueva: acrecentar la densidad de los actores, comprender mejor la naturaleza de sus motivaciones, revelando asi claves fundamentales del proceso de construcción de liderazgos revolucionarios sepultadas bajo las rígidas formulaciones doctrinarias de los panfletos de la época.

Material sensible, sin duda, que el autor espera sea leído en la perspectiva de su proceso de “politización;” recelando, por ello,  de lecturas alternativas que pongan en entredicho sus intenciones. Que saca a la luz su diario sostiene, por lo tanto, “perfectamente consciente de los inconmensurables riesgos de que la publicación pueda –con intenciones malévolas de diversa índole—ser objeto de ataques a partir de citas fuera de contexto o malintencionadas, y otras formas de falsificación delictiva.”

La realidad es que, frente a la predecible narrativa política que este libro presenta --de la radicalización de un joven de “buena familia” que, desengañado con su originario mundo social, busca en su “marcha hacia el pueblo” su propia reivindicación— aparece lo íntimo con una relevancia mucho mayor. En el hecho de ofrecer una visión desde dentro del choque del protagonista con los mecanismos hegemónicos clasistas que le compelen a seguir el camino trazado por la costumbre y la tradición radica el principal interés, a mi parecer, de este libro singular.

I

Define, la primera entrada –correspondiente al primer día del año 1959—, el tono de sus reflexiones. Que ha estado en casa de Pocho Portaro –relata Letts--, “donde me estuve bañando en la piscina y conversando con una serie de gente que es parte de un grupo al cual pertenezco solo a medias.” “Estuvo bueno el baño –continúa--, porque jugábamos con unos globos y yo me daba mortales y caía en el agua” en tanto que la conversación versaba “sobre la fiesta de ayer, donde Rivcah Blackeley” en que “Dicky Arrarte –medio mareado—le cayó a Mónica” y Delfina “había salido cargada (…) borracha y gritando lisuras.” Una vez solo, al volver a casa, --“con una verdadera confusión de sentimientos y de situaciones distintas en la cabeza y el ambiente, respectivamente”—empuña la pluma y escribe: “aquí estamos de vuelta juntos, el papel en blanco y yo.”

En los próximos meses, en la medida que su alienación y distanciamiento de su medio social se profundice, encontrará, con pasión creciente, en la escritura “íntima,” un medio efectivo de introspección.  Escribir, anotaría tiempo después, era “tender el puente que vaya permitiendo expresarse al alma”, “sin filtros,” de “la mente al papel.” En el hecho de que una real “conversación del alma” tenía que ser “verdadera” residía la fuerza –“terrible, desvastadora”—de su diario.

De inmediato nos enteramos, en ese sentido, cual es la “verdad” que el joven Letts anda buscando confrontar. Tras varios meses de cuestionamientos, abrumado por las nubes que en torno a dos temas en particular –el vínculo con su padre y las relaciones con las chicas—perturban su espíritu opta por acudir a un sacerdote de su ex-colegio en busca de “orientación moral.” ¿El tema? “el sexto mandamiento [“No cometerás actos impuros”] y mis relaciones con éste: pureza, castidad, mujeres, etc.”

Huella profunda dejaría aquel encuentro sacerdotal. Que ha “vuelto a la vida” comentará al percatarse de que en su conducta hacia las mujeres estaba incurriendo en pecado mortal; que como “cualquier mugre” se había estado portando y que todo debía cambiar a partir de ahí: ¿cómo “mantenerse aparte” del “mundo podrido” que le rodea? ¿como hacer frente al “terriblemente difícil” reto de “mantenerme sin pecar”? Un fuerte tono de culpa y autorepresión teñirá por largo tiempo las páginas del diario: “esta mañana fui a comulgar y vi a más de una mujer que me hizo estremecer y sufrí las tentaciones más horribles de salir del plan” escribe a fines de enero; y a mediados del mes siguiente, a pesar de todas sus rogativas, le desalienta reconocer que continúa perturbándole el recuerdo de “las veinte mujeres que he agarrado.¡Que va a ser de mí! ¿Nunca más?.” Que le urge encontrar “algo que sustituya a esta pasión salvaje que tengo,” anotará a fines de abril, pues “creo que no voy a poder dominarla.” ¿Por qué “no me enamoro de una chica y me caso de una vez” –concluye-- para asi terminar “con este endemoniado problema de vivir soltero y vivir con Dios”?

Anécdotas aparte, en su primera expresión de disfunción con el orden establecido, ha recibido el joven Letts como respuesta la imposición, violenta y manipulatoria, de un “modelo hegemónico de masculinidad.” Un modelo que le compele a adoptar una cierta identidad masculina que cercena su vida afectiva, que le empuja a aparecer fuerte e hiperactivo, jefe de hogar y proveedor, como condición para obtener esa ternura que, como “verdadero hombre,” no esta supuesto a generar sino a simplemente a recibir de quien la voluntad divina le eligiera como esposa.[1] No podía ser más claro, en ese sentido el mensaje del cura confesor del Colegio Santa María:

“Me dijo que siempre me había considerado ‘un hombre, un hombre de verdad, y que en cierto modo estaba extrañado de por qué hablaba en esta forma.’ Se refería a cuando yo le dije que casarse era un terrible problema porque una vez casado, venían los tormentos, viendo a tantas mujeres ricas, provocativas y que lo llaman a uno a pecar.” (el énfasis es mío)

II

Al plano de la vida pública se desplaza, eventualmente, la búsqueda de afirmación personal del joven Letts. En 1959 se viven los años finales de la estabilidad que el odriismo primero y la “convivencia” apro-pradista después han contribuido a generar, un respiro pseudo-democrático entre las conmociones de la primavera 45-48 y las conmociones de los 60, en que es posible concebirse, con cierta plausibilidad, como relevo político de una república relativamente viable.

“Que maravilla que llegasen las elecciones del 62 y que todos fuésemos representantes en el Congreso” dice, aludiendo a su círculo de amigos limeños. Con todos ellos, prosigue, “vamos a iniciar en este país una etapa de honradez y de decencia, que seguramente no ha tenido desde que comenzó la República en 1821.” No se trataba de “ofrecer grandes proyectos” bastaba con “ofrecer y garantiza honradez y decencia, moralidad y justicia.” Hacerse socio del Waikiki, en ese sentido --aparte de satisfacer su gran pasión por la “tabla hawaiana”—aparece como la posibilidad de acceder a una “ubicación estratégica extraordinaria” para saber “lo que piensan y reaccionan” los “reaccionarios y conservadores cien por cien” que integraban ese exclusivo clun. En la intimidad de su diario, más aún, no duda en imaginarse como el gran líder de esa corriente: “tengo urgencia de ser poderoso –anota en febrero del 59—, de ser Presidente de la República.”

Le deja una “gran impresión,” en ese contexto, conocer a Pedro Beltrán: “coincidimos íntegramente (...) todo lo que dijo en nuestra entrevista lo he dicho yo en uno y otro momento de mi vida y, lo que es más, las conclusiones parten de las mismas premisas y tienen los mismos atenuantes.” Su opinión “sobre la actitud de la gente en el Perú, sobre las relaciones con la política, las esperanzas de modificación y los puntos de partida de todas estas ideas,” más aún, “son las mismas que tengo yo. Para ser preciso: exactamente los míos.”

Tendrá que contenerse, un año y medio después, para no “destrozar con el puño” el aparato de radio por el cual escucha hablar al mismo Pedro Beltrán. Un registro detallado ofrece su diario de los cambios ocurridos en su vida entre ambas fechas: su trayectoria como dirigente estudiantil, la decisión de asumir la administración de la Hacienda La Mina en la localidad de Sayán, en las alturas de la provincia de Huaura, departamento de Lima. Vive el hecho de dejar la capital --y “todo lo que significa”--  como una suerte de liberación; largos pasajes –en prosa y en verso—ilustran los cambios que el traslado conlleva a nivel de su visión del mundo y del país. Y el encuentro social, en particular, que tanta influencia tendría en su definición personal. La muerte, en particular, de uno de sus trabajadores intoxicado con Parathion. “He matado a un hombre –escribe acongojado--  “bajo mi responsabilidad, con las máquinas de fumigar de mi hacienda, fumigando los naranjos para nosotros por unos miserables 23 soles diarios.”. Bajo el influjo de esas experiencias podrá decir a un año de su arribo a La Mina que, “en 1960 me hice yo mismo, por efecto de la vida que llevé, por el desarrollo de mi ser, por mi valentía para enfrentar la verdad en toda su magnitud.”

El reto de fondo, sin embargo, ha seguido siendo el mismo: llegar a ser, como su padre, “un hombre de verdad, un señor como no hay otro en el mundo, con todas las características para que el hombre sea tal.” De ahí entonces que, “triunfar aquí –o sea, convertir a La Mina de la hacienda en estado “catastrófico” en que la recibe, en una empresa progresista y altamente productiva—se le haya convertido en “una obsesión que me va a torturar por mucho tiempo.”  Con no menos intensidad aparece la obsesión con el matrimonio, percibido como una suerte de solución final al irresuelto “problema” de su pulsión sexual. Sus reflexiones y devaneos sobre el tema configuran, de seguro, un material inapreciable para cualquier estudio sobre construcción de la masculinidad[2]:

“Yo soy el que se declaró a Cecilia, y yo soy el mismo quien le mordía el pelo a Silvia, y quien le besaba el hombro a Ana María, y quien le decía a Queca que solo ella contaba. Y no mentía en ningún momemtno, porque todos los momentos fueron distintos.”

Viejas y nuevas rabias se yuxtaponen para generar –a pesar del impulso renovador de la vida del campo—un nuevo ciclo de angustia y renovada soledad. “Maldita sea la democracia de oligarcas” que ha dejado atrás en Lima –anota--, en tanto que, de otro lado, pide a Dios que le ayude a descubrir cómo cambiar a ese mundo de seres “tristes y sombríos, miserables, malolientes, flacos, sucios y harapientos,” quienes, sorprendentemente, no dan muestras de querer luchar para salir de su postración. De ahí entonces que se sienta cargado de “furia, lleno de un ardor que me consume” y que se pase los días “planeando el futuro de la patria;” un futuro “que solo es posible realizarlo a costa de sangre.” Menudean en el diario, efectivamente, alusiones a fantasias heroicas, armadas y purificadoras, dentro de un tono general de pesadumbre y confusión; “Mi vida es una agonía y tiene como meta la reivindicación del pueblo y el surgimiento del país. Mientras no alcance mi meta, no cesará mi agonía.”

A inicios del 61, una experiencia “demoledora” le obliga a revisar planes y perspectivas: el fracaso de sus planes productivos para la hacienda paterna. Acaso las más autoflagelantes líneas en todo su diario escribirá, en torno a este punto:  que este golpe –dice—habría de enseñarle  “a no presumir jamás, a no sentirme más de lo que realmente soy.” Cuánto daño me ha hecho –añade—“el hecho de sentirme verdaderamente predestinado (...) autosuficiente, todopoderoso.” Se siente compelido, más aún, a dar “testimonio público” de que “su padre tenía razón,” de la “veneración” que siente por su experiencia y su tesón. Aquel fracaso, paradójicamente, tendrá asimismo un efecto liberador: por aquellos días –dice-- “sin la desesperación de otros tiempos”  sigue pensando que siendo las mujeres “muy importantes” “no son indispensables ya.” Y en el plano más introspectivo observa de otro lado: “cambiaré como producto de un razonamiento que modifique mis sentimientos y mi mente; en fin, el yo que sea vea... será el que vive en mí. Es decir, mi alma la llevaré puesta y se podrá ver. Todo el mundo la podrá ver.” Era el camino para convertirse en un “hombre de verdad” en sus propios términos. En los términos de Ricardo Letts vale decir.

III

“Estoy inflamado, estoy completamente lleno de un furor y una pasión que no contengo (...) estoy lleno de revolución (...) siento como nunca jamás la responsabilidad de hacer la revolución peruana.” Así escribía Ricardo Letts en los primeros días de septiembre de 1961 desde La Habana. En donde –según dice, a “apenas tres o cuatro horas” de haber arribado al “territorio libre de América”—“he presenciado y sentido lo que va a terminar siendo posiblemente la más extraordinaria revolución de todos los tiempos.” De hecho, algunos días después, conversando en Cuba con un compatriota: “hicimos un compromiso serio” de que la “revolución peruana la haré yo, la haremos nosotros, cincuenta nomás” era necesario “para comenzar.”

No pasará mucho tiempo, sin embargo, para que comience a sacudirse de aquel bandazo voluntarista. Cuba –escribe a comienzos de octubre ya de regreso al Perú—“casi me hizo tomar un atajo;” no lo descarta para más adelante, pero no era el momento. Aquel “atajo” no era otro que la lucha armada para la cual algunos compañeros peruanos, se preparaban ya por aquel entonces. Y es que, desde mediados del año anterior, a la par con su creciente identificación con la Revolución Cubana se había estado preguntando Letts en qué medida estaba dispuesta la población local para sumarse a una acción insurgente. Escéptico, desconfiado, ignorante, indiferente, son algunos de los términos que usa el novel revolucionario miraflorino para describir a ese pueblo que debía ser el gran protagonista de su imaginada insurrección:

“¿Por qué no se desesperaban por salir de su estado? ¿Por qué mierda es que tiene uno que hacer la revolución por esta gente? Yo vivo bien y podría sin grandes esfuerzos llegar a hacer plata ¿por qué tengo que echarme esta responsabilidad encima? ¡Valdrá la pena tanto sufrimiento¡ ¡Que raro es que tenga que hacer la revolución por mi pueblo! ¡Qué tragedia! Es el producto del daño producido por 140 años de traición y 4 siglos de opresión virreynal.”

Así las cosas, la alternativa no era otra que permanecer en Acción Popular --organización a la que se había sumado en el contexto de la campaña electoral de 1962 con miras a obtener una alcaldía o un puesto congresal—ocultando su identificación con el fidelismo y apostando a impulsar una tendencia radical dentro del partido liderado por Fernando Belaúnde. A su retorno de la isla, de tal suerte, reafirmaría su punto de vista de que, la revolución en el Perú –dada la pasividad de su gente—solamente de una “reacción” podría resultar; y que para ello lo más adecuado era: agotar la “contienda cívica,” concurriendo al proceso electoral de junio de 1962 para, de ahí en adelante, lanzar la revolución sea como reacción contra “el fraude” o “porque llegamos al gobierno, nos ponemos a reformar y nos botan.”

De hecho, el primero de estos escenarios pareció configurarse al anunciarse la victoria de Víctor Raúl Haya de la Torre sobre Fernando Belaúnde Terry por menos de un punto porcentual. Se inicio entonces el cabildeo que culminaría en el anuncio de la alianza APRA-Odriismo que, supuestamente, facilitaría el retorno al poder del ex-dictador. “Casi por impulso con tan solo un razonamiento elemental –anota Letts el 17 de julio--, me lanzo a afirmar que de llegar Odría al poder yo iniciaría la lucha armada contra ese gobierno.”

Tendría lugar pocas horas después el primer golpe militar “institucional” de la historia del Perú. “Creo que marchamos –anotará el 18 de junio—hacia un gobierno fuerte de reformas profundas y de tendencias socialistas, que se enfrentará a la oligarquía y a los grupos económicos imperialistas.”

A nivel personal, marcaba aquel acontecimiento, el inicio de una etapa nueva: el fin de su compromiso con un belaundismo cuyos dirigentes estaban “tan embarrados, tan plagados de errores, que se vienen abajo solos;” la oportunidad de despojarse, vale decir, de la “mordaza” que se había impuesto pensando que podía impulsar la lucha armada desde el interior de Acción Popular. A partir de entonces: “Seré quien quiera que sea, pero seré yo (...) Presentaré mi posición, me liberaré del partido. Conversaré libremente, razonaré por mi cuenta mi camino. Denme poder y témanme, denme cargos y estremézcanse.”

Coincidían estos cambios, con el cruce de las últimas fronteras “íntimas” en la solitaria lucha por ser un “hombre de verdad.” Así, en el plano de las “realizaciones efectivas” o cotidianas, el 19 de agosto de 1962 registra Letts, un hecho que –según dice-- aunque “aparece como una simpleza, tiene valor hondo, valor profundo: hoy, por primera vez en la vida, saqué a mi enamorada a pie y en colectivo al cine.” Significaba “derrumbar barreras,” más aún, si no lo hacia con “una chica cualquiera” sino con “la chica principal,” aquella que “quien sabe mas tarde sería mi esposa.” Y en el plano espiritual, igualmente, se refiere el 26 de diciembre, a “sus dudas de Dios.” “Quizá nunca llegue a negarlo, pero dudo a El.” En algún momento del año siguiente, finalmente –como anota el autor en el prólogo de su libro—habría de tener su “primera relación sexual completa,” lo que pudo hacer, “serenamente y sin tensiones, porque antes yo había reordenado mi ideología.”

Un año después del golpe militar podía decir nuestro personaje que, tras resolver su última “contradicción profunda,” despojado ya de sus “ataduras”, ahora que era “marxista y socialista”, no era sino “para el mundo” que debía escribir.” Ya no un diario, en suma, sino “decenas de cartas, llenas de pensamientos, de ideas, de planteamientos que salen de mi, que cruzan los mares y llegan a otros.”

IV

Quienes conocemos a Ricardo Letts sabemos que, es una de esas personas que morirá defendiendo “su” verdad. ¿Consecuencia o terquedad? ¿Arrogancia o valentía? Que saque cada quien sus propias conclusiones. Lo que si es claro es que, tras publicar este libro, lo hará dejando abierta una ventana para pensar su trayectoria desde perspectivas distintas a la suya propia; aportando de esta manera, a una comprensión más amplia, mas densa y compleja, de la crucial experiencia de la radicalización de los años 60; de la experiencia de quienes como él, en particular,  cruzaron diversas fronteras sociales, culturales, íntimas, en su afán de –como solía decirse en aquellos años—“ponerse al servicio del pueblo” y del impacto de su ella en la cultura política radical de tanta influencia en la vida del país en décadas recientes. Invalorable aporte en ese sentido, la publicación de este pedazo de su propia vida; acto que, tanto o más que “conciencia histórica” requiere una importante dosis de coraje personal.

[1] Rodrigo Parrini, “Apuntes acerca de los estudios de masculinidad. de la hegemonía a la pluralidad, http://www.eurosur.org/FLACSO/apuntesmasc.htm.

[2] Véase al respecto: Mauro Koury, “Volverse hombre. Ambigüedad y ambivalencia en la construcción del género masculino” en Estudios Sociológicos, vol. 28, no. 82, enero-abril, 2010, pp. 135-168 y Judith Allen, “Men Interminably in Crisis? Historians on Masculinity, Sexual Boundaries, and Manhood” en Radical History Review, no. 82, 2002, pp. 191-207.


Escrito por

José Luis Renique

Escribe sobre el Peru desde Nueva York.


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