#ElPerúQueQueremos

Estado, racismo y política social en el Perú: una contribución desde la historia

Publicado: 2012-07-19

Por José Luis Rénique. Periódicamente --con el rostro de un adolescente “miraflorino” o de un desavisado guachimán de discoteca o, más grave aún, en las columnas de algún columnista político mortificado con la irresponsable conducta del “electarado”-- el tema del racismo salta a las primeras planas de la prensa peruana. Para diluirse luego, entre lamentos y recriminaciones, usualmente sin dejar demasiada huella. No faltan, más aún, quienes llegan a dudar de que exista un real racismo en nuestro país. Decir que en el Perú no hay racismo es una “mentira piadosa” ha observado al respecto el Ministro de Cultura con ocasión de celebrarse el Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial. ¿Cuál es la naturaleza del racismo peruano? ¿Qué mecanismos lo perpetúan? ¿Dónde ubicar al Perú en el mapa del racismo mundial? Un reciente libro de Paulo Drinot (The Allure of Labor. Workers, Race, and the Making of the Peruvian State, Durnham/Londres: Duke University Press, 2011 [La seducción del obrero. Trabajadores, raza y formación del estado peruano]) contribuye a poner el problema en adecuada perspectiva histórica, no reiterando la bien conocida narrativa de la dualidad costeña-andina instaurada por la Conquista sino identificando la dimensión racial de políticas públicas que, más allá de sus altruístas intenciones inclusivas, terminaron contribuyendo a la reproducción de viejas visiones segregacionistas.

I

Hacia inicios del XX, sobre los pilares de una relativamente exitosa reconstrucción nacional, emerge la industrialización como la gran fórmula para la construcción de una nación moderna. Mucho más que una estrategia de desarrollo ven en ella sus promotores, un elemento “civilizatorio” más bien de contribución inestimable a la anhelada solución del llamado “problema del indio;” de ahí, entonces, su efecto “seductor.” A condición, por cierto, de que se erigiera un “estado laboral” que, además de garantizar una adecuada dotación laboral, previniera la difusión de “ideas radicales” propiciadoras de una dañina confrontación social a la vez que contenía la “rapacidad” del capital; abriendo así la posibilidad de avanzar una agenda reformista centrada en la forja de un tipo ideal de trabajador. De ese rumbo renovador, la obra de prominentes figuras del ala progresista del civilismo como Luis Miro Quesada, Manuel Vicente Villarán, Luis Alayza y Paz Soldán o Matías Manzanilla dejaría elocuente testimonio. Así, no solo una prometedora diversificación económica aseguraba la industrialización sino también un camino efectivo para la “redención del indio,” en la medida que ser obrero significaba “desindianizar” al trabajador. Fomentando su “mestización” –genética tanto como socio-cultural--, modificando su ambiente tanto mediato como inmediato, se efectivizaría la tarea civilizatoria básica previa a la final transformación del sujeto indígena en eficiente trabajador. La industrialización, en suma, además de su significado propiamente desarrollista aparecía como vehículo de forja de la nación mestiza. Proyecto del cual, dado su carácter “no-productivo,” quedaban los indígenas excluídos por definición.

La idea de que la mano de obra fabril era un recurso valioso que la autoridad debía proteger y promover social, cultural y moralmente, era un factor ideológico medular del “estado laboral” analizado por Drinot. Se garantizaba así su conversión en agente de progreso y civilización. Dos décadas de legislación laboral echarían las bases de un proceso que, con el inicio del oncenio leguiísta en 1919, habría de entrar en su etapa de madurez. De ello, la creación de la Sección del Trabajo –como parte del Ministerio de Fomento-- sería es un hito fundamental en el camino hacia la creación de un marco institucional que garantizaba el arbitraje y conciliación de los conflictos entre capital y trabajo y que incluía, por cierto, el reconocimiento del derecho a sindicalización. Intelectuales socialistas como Hildebrando Castro Pozo y Erasmo Roca se encargarían de su activación; dentro de un diseño que asimismo incluía una Sección de Asuntos Indígenas encargada de impartir la acción tutelar del estado sobre la población rural.

Con significativos avances obreros se iniciaría el régimen de la “patria nueva.” Que se van diluyendo, sin embargo, a la par con el endurecimiento del régimen. Ante el enseñoreamiento patronal y la desconfianza obrera iría perdiendo fuerza la mediación oficial. Los efectos de una inédita represión selectiva sufrirían quienes se aventuraban a desafiar al régimen. Con el impulso de los nacientes partidos aprista y comunista, no obstante, recobraría bríos a su caída la movilización laboral. Contener dicho desafío será el reto mayor del “estado laboral” bajo el mandato de Luis M. Sánchez Cerro y Oscar R. Benavides.

II

En el marco de la proscripción de apristas y comunistas desplegaría el “estado laboral” criollo sus políticas culminantes --la construcción de “barrios obreros,” el establecimiento de “comedores populares” y el desarrollo de un programa de seguridad social— cuyo análisis detallado conforma el corazón del trabajo de Drinot, en que prueba con mayor destreza los criterios raciales que impregnaron la política social de aquel entonces. Discute Drinot, en ese sentido, la interpretación “populista” de dichas medidas; que se limita, según él, a ver en estas políticas un mero intento cooptador orientado a privar de respaldo a los proscritos movimientos radicales. Apreciable, en este punto, el meticuloso rastreo de fuentes que permite acceder a la dimensión subjetiva de las políticas en juego y a la interacción que establecen estas con sus beneficiarios de carne y hueso.

Al concepto de gubernamentalidad –una herramienta metodológica desarrollada por Michele Foucault que, al percibir el poder del estado como un accionar descentralizado y en permanente interacción con los individuos, permite captar con mayor agudeza los aspectos “culturales” de su intervención en la sociedad-- recurre Drinot, asimismo, con el fin de examinar la manera específica en que despliega el estado un poder disciplinador: un ejercicio en que, nociones “tecnológicas” de procedencia transnacional convergen con percepciones “racializadas” de origen local en la construcción de un orden sociopolítico que, más allá de sus declaraciones inclusivas y nacionalistas, perenniza visiones fuertemente racistas en su tejido institucional. De tal suerte, en su diseño y en su conducción, barrios obreros, comedores populares, seguridad social, responderían al intento de inculcar valores y hábitos específicos que, a la par con delinear el modelo del obrero como agente de progreso, definían al indígena como el no deseable “otro” –social y racialmente degenerado-- a redimir como paso ineludible para hacer del Perú una nación plenamente moderna.

Así, si bien respondían a propósitos políticos inmediatos, una serie de “creencias profundas” guiaban estas políticas; creencias expresadas en la separación obreros-empleados o la definición misma de “obrero” cuidadosamente delineada para excluir al trabajador rural, particularmente al de procedencia indígena. Por definición, en suma, los indios no podían ser trabajadores y, viceversa, los trabajadores no podían ser indios. Idea consistente –según Drinot—con la creencia de que los indios eran impermeables al progreso; que dicha condición, por ende, debía ser eliminada si de impulsar al país hacia ese objetivo se trataba. Así, mientras en países como Argentina o Estados Unidos, el indio había sido eliminado físicamente como parte de la construcción de la nación moderna, en el Perú, la acción equivalente habría sido recurrir a su continua “borradura cultural.” De ahí que, más que entender la marginación histórica del indígena como resultado de un “fracaso” o una “ausencia” del precario estado-nación peruano, como producto deliberado de políticas específicas debería vérsela. Inevitable, en ese sentido que, ante el “desborde” migratorio de mediados de siglo, mostrara esta propuesta modernizante sus fuertes limitaciones: imposible encuadrar en estas visiones benevolentemente “racializadas” el alud social de migración andina, esos “conquistadores de un nuevo mundo” a que se refería Carlos Iván Degregori. Y que en el conflicto de los años 80 más aún, se verificara –como nos lo recuerda el autor-- una situación de exclusión tan tajante y contundente en que miles de ciudadanos pudieran desaparecer sin que nadie en el sector de los no-excluídos llegara a notar su ausencia. Doloroso punto de llegada de uno de muchos intentos de construir nación moderna de espaldas –y aún en contra—de las raíces andinas del Perú.

III

De una tesis doctoral enfocada en el análisis del movimiento laboral peruano de los años 30 en un sofisticado análisis del estado como actor político ha devenido este trabajo; un valioso intento de comprender un cierto tipo de poder que, partiendo del desarrollo de una cierta “capacidad administrativa,” deviene –refractando una serie de legados “técnicos” pero también “culturales”—instrumento de construcción de un orden socio-político. No una “voluntad abstracta,” neutra o apolítica, sino un poder regulatorio informado por una serie de saberes cosmopolitas tanto como por las creencias racistas de sus propulsores. En términos historiográficos, el proceso que lleva de la tesis al libro expresa la reintroducción del tema estatal en un campo en que venía imponiéndose la historia social o, si se quiere, un tipo de historia “clasista” que veía la evolución del movimiento obrero como confrontada con el estado y este, a su vez, como una “cosa” o un “aparato” monolítico y avasallador. Liberado de ese marco limitante, el análisis de la acción estatal presentado por Drinot –un historiador peruano formado en el London School of Economics y la Universidad de Oxford— abarca una amplia gama de temáticas –de lo “racial” a lo “técnico-administrativo”—usualmente examinadas como compartimientos estancos. Importante avance por cierto en la construcción de una imagen histórica más realista del complejo proceso de modernización peruano.

Un destacado aporte, asimismo, al delineamiento de un paradigma “post-oligárquico” del estado peruano. Que continúa, por cierto, el análisis de la “república práctica” del primer civilismo ofrecido por Carmen McEvoy. Así, si Manuel Pardo veía en el ferrocarril el portador de la civilización, a la industria le asignan ese rol sus sucesores. Y si en los artesanos ve a los protagonistas de su “república del trabajo,” en el obrero mestizo, adecuadamente “desindianizado,” verían los intelectuales del segundo civilismo al actor popular de la nación moderna. Avanza Drinot, en ese sentido, en mostrarnos las posibles consecuencias, en el largo plazo, de este tipo de construcción estatal. De ahí que, más allá del marco temporal de este trabajo, sea importante subrayar el valor actual de esta publicación: una invitación a mirar críticamente las políticas de inclusión encargadas de distribuir, equilibrada y justicieramente, los frutos de la actual era de prosperidad.

-0-

[1] Paulo Drinot, “Workers, the State, and Radical Politics in Peru in the Early 1930s,” Tesis Doctoral, St Anthony’s College, Universidad de Oxford, 2000.

[2] Carmen McEvoy, Homo Politicus. Manuel Pardo, la política peruana y sus dilemas 1871-1878, Lima: ONPE, IEP, 2007.


Escrito por

José Luis Renique

Escribe sobre el Peru desde Nueva York.


Publicado en

Cuestión previa

Un blog de José Luis Renique