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Oscar Medrano en Nueva York

Publicado: 2012-07-30

Si hubiese que reconocerle un autor a la memoria gráfica de los años de la violencia senderista, Oscar Medrano sería un candidato de fuerza. Nos lo recuerda la pequeña muestra de su obra de medio siglo, exhibida en estos días en la filial del Instituto Cervantes de Nueva York. “Soy un hombre de pocas palabras, mi lente habla por mí” sostuvo el connotado reportero gráfico en la ceremonia de inauguración. Una voz hiriente, voluminosa, interpeladora, habría qué decir es la que emerge de sus fotos. Comenzando por acaso la más famosa de todas ellas, la de Edmundo Camana Sumari cuya sola historia basta para sugerir la densidad social, política, moral, que cada una de sus imágenes representa.

Abilio Arroyo ha relatado el insólito rencuentro –en abril del 2008-- entre autor y personaje, veinticinco años después de que registrara el primero el averiado rostro del segundo, medio cubierto por una improvisada venda. A una de las más vesánicas acciones senderistas Camana Sumari había logrado sobrevivir. Para aplicar una sanción ejemplarizadora había sido elegido su pueblo --Santiago de Lucanamarca, provincia de Huancasancos, departamento de Ayacucho—por el liderazgo subversivo en abril de 1983: una tétrica advertencia para los pueblos ayacuchanos que, por ese entonces, optaban por alinearse con las Fuerzas Armadas en contra la llamada “guerra popular.” 69 lucanamarquinos sucumbirían. Medrano había sido el primer reportero gráfico en llegar. En el rictus de Camana Sumari registraría la huella indeleble del horror. No en vano como símbolo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación sería elegida aquella imagen años después, a pesar de que no fuese posible recabar el testimonio del personaje por cuanto se desconocía el verdadero nombre de su protagonista. Quince kilómetros, señalaría Arroyo, tendrían que caminar para ubicarlo, él y Medrano, en el 2008; para lograr ponerle, finalmente, una voz a aquel enigmático rostro: “me golpearon con un hacha, me desperté en medio de los cadáveres, luego huí a Ica.” A Ayacucho regresaría mucho tiempo después; no atreviéndose “a decir nada a los de Derechos Humanos porque tenía miedo que los terroristas se enteren de que estaba vivo.”

Menos personalizadas, igualmente dramáticas, otras muchas cruciales historias quedan ilustradas por sus imágenes de aquellos años terribles. La del retroceso estatal de inicios de los 80 por ejemplo, impresa en una morgue abarratada de cuerpos o en los rostros lívidos de las autoridades ante el espectáculo de la barbarie o en aquella en que –en medio de las ruinas de la Municipalidad de Vilcashuamán—un trabajador rescata la foto de un presidente como Belaúnde Terry que para miles en el Ayacucho de los 60 había aparecido como símbolo de una finalmente incumplida oferta de justicia agraria. De esos años, asimismo, otro gran emblema gráfico acuña Medrano con su retrato de 16 acusados de terrorismo sentados en un espigón portuario esperando ser conducidos al penal El Frontón; en columna de a dos, sentados en el suelo, ocupan el centro de la composición; doblada su cabeza contra el pecho como en señal de rendición no parecieran ser amenaza alguna; acaba de producirse el paradigmático asalto a la cárcel de Ayacucho (marzo 1983), sin embargo, y entra el país en el torbellino que se prolongaría a través de toda la década por venir: ¿eran en verdad esos jóvenes raídos y abrumados los autores de aquellos un misteriosos acontecimientos? ¿qué desconocida pasión les impulsaba a actuar? ¿sería capaz la fuerza representada por esos otros 16 jóvenes uniformados que los resguardaban de contener a aquella aún naciente subversión? ¿sería suficiente aquel viejo penal que se dibujaba a la distancia para contenerla y desalentarla?

De otro momento del conflicto, no menos incitador, su registro de la insurrección anti-senderista que numerosos pueblos serranos protagonizarían, más o menos, de 1984 en adelante: a la campaña de la Breña de 1881 recuerdan las armas levantadas al aire de los ronderos de Comas, Junín; un bosque de variopintos fusiles con el límpido cielo azul del valle del Mantaro como bello telón de fondo. En el distrito de Acocro, provincia de Huamanga, entretanto, un precario sistema de alarma hecho de latas vacías aparece, como el modestísimo símbolo de una naciente voluntad de resistir. Igual en Mazamari, en la selva central, y en muchos otros puntos, contra la imposición senderista insurgía el ansia popular de libertad.

Ninguna elaboración es necesaria, sin embargo, para vibrar con su registro del puro y simple dolor de la gente. Hurga la cámara, entre la masa de dolientes, algún rostro que concentra todas las penas. Hay un cierto color operático en las composiciones. Dignidad y hasta belleza logra extraer Oscar Medrano del espectaculo de la barbarie; incita su lente, una inmediata solidaridad: ¿trágicos testimonios de un pueblo irremediablemente atrapado entre dos fuegos? ¿qué silencios y qué secretos esconden las miradas perdidas del gran coro que acompaña a la hilera de féretros? Sin la presencia de su cámara qué sino gélidas cifras de muertos y heridos hubiera quedado de la confrontación.

Como una suerte de perturbadora advertencia, finalmente, puede mirarse una imagen recientísima de la Cajamarca de la era Conga. De espaldas a la cámara una masa enmarca al gran personaje de la composición: una serena laguna horadada en el macizo andino. Denotan blancos sombreros su procedencia campesina; con plásticos azules buscan protegerse de la tormenta que anuncian los nubarrones que se ciernen al fondo; ¿otra de las históricas “tempestades” que –como dirían Luis E. Valcárcel—acunan en el corazón de los Andes?

Medio siglo se ha pasado Medrano registrando para diversas publicaciones las incidencias del quehacer nacional. El realismo de su obra ha sido resaltado en más de una ocasión. Su valor y su audacia ha resltado, asimismo, Gustavo Gorriti, su compañero de largos años en la revista Caretas. De hecho, recibiría en 1974 el Premio Mundial de Fotografía de la agencia United Press International por la imagen de un asaltante de bancos que, tras tomar de rehén a un escolar limeño, apunta con su arma al rostro del fotógrafo. Con el registro de la violencia de los 80 y los 90, sin embargo, llevaría a su punto culminante su oficio reporteril. Memorable, al respecto, su cobertura de la masacre que personal militar realizara en las comunidades de Pomatambo y Parcco Alto, Ayacucho, los días 22 y 23 de octubre de 1986, que obligaría al Ejército a reconocer, por primera vez, su responsabilidad en este tipo de acciones. No sería extraño, por ello, que en el 2009, la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos le otorgase el premio Periodismo y Derechos Humanos por su contribución a “develar los horrores de la guerra interna, la injusticia y los entretelones de la vida política del país.”

Ni el realismo ni la audacia, sin embargo, explican plenamente el impacto de aquellas imágenes. A ello se refirió el propio Medrano al recibir el premio de la Coordinadora cuando agradecía a Caretas por haberlo enviado a su tierra “a registrar la tristeza, el dolor y la muerte de mi pueblo donde he visto como mis paisanos día a día morían; día a día perdían a sus seres queridos.”

Nacido en el distrito de Acos Vinchos, provincia de Huamanga, efectivamente, llegó Medrano a Lima en 1962, a los 17 años; ingresando por ese entonces como ayudante a la sección gráfica del diario El Comercio de la capital. En el fragor de la lucha desarrollaría su brillante carrera, cubriendo, por ejemplo, los sismos de Moyabamba (1968) y del callejón de Huaylas (1970). Digno representante, por cierto, de una estirpe de fotografos salidos del pueblo que se remonta al legendario Martín Chambi. Una estirpe que, en el obturador de una cámara encontraría la clave para construir un lenguaje propio, el medio para rescatar a los suyos de la invisibilidad. Acaso por ello, el viernes pasado, tras manifestar que su lente hablaba por él, prosiguió Medrano pasando a expresarse en quechua, su lengua materna: acaso no bastaba el español, en la llamada “capital del mundo,” para expresar tanta emoción.


Escrito por

José Luis Renique

Escribe sobre el Peru desde Nueva York.


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