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Arrastrado por un insólito destino: memoria de una trayectoria singular

Publicado: 2012-11-15

Doce años tenía Lurgio Gavilán Sánchez cuando, en 1983, tomó la decisión de seguir el camino de su hermano mayor, quien –convertido en el camarada “Rubén”, integrante del denominado “ejército popular guerrillero” (EGP) senderista—“ batía” el campo en las alturas de la provincia de Huanta desde el año anterior.  Parafraseando el título de una película de los 70, por un insólito destino sería arrastrada su vida a partir de entonces.  Dos años duraría su aventura como subversivo. Un ciclo cuyo afortunado corolario sería su encuentro con un teniente del Ejército Peruano quien no sólo le salvó la vida sino que le dió la oportunidad de estudiar; llegaría, bajo su tutela a convertirse en cabo y monitor de reclutas. A perseguir a sus ex-compañeros dedicaría la década siguiente de su existencia. Hasta que, en un nuevo y sorprendente giro, ingrese como novicio de la orden Franciscana en el convento de los Descalzos del antiguo barrio del Rímac. Del Razuhuillca huantino al San Cristóbal rimense, un alucinado tráfago que encuentra una pausa reflexiva cuando, alentado por uno de sus tutores teológicos, a fines de los años 90, decide poner por escrito su singularísima trayectoria. Un lustro de vida conventual llegaba a su fin por aquel entonces; punto de inicio, asimismo, de una nueva búsqueda que le llevaría –tras un breve y fundamental encuentro con Carlos Iván Degregori-- a una universidad mexicana dónde un nuevo mentor –el antropólogo chileno Yerko Castro Neira—le alienta a publicar su memoria. Un libro[1] excepcional como bien indica el primero en su prólogo póstumo porque “contribuye a la humanización de los senderistas, especialmente los de base”; porque problematiza, vale decir, las simplistas versiones que sobre el fenómeno senderista prevalecen en el debate actual.

I

Salvo una breve referencia a una postrera conversación con su padre --“mañana ya dónde estarás” le dice, resignado, “mirando hacia los cerros solitarios”-- nada dice el autor sobre su vida previa a su incorporación a SL. Si bien, por razones de seguridad, no revela el autor el nombre de su comunidad de origen, sabemos que crece en el vaivén propio de muchos campesinos de la ceja de selva ayacuchana: entre sus alturas originarias y las áreas calientes de colonización. A los doce años, por ende, maneja como grande las rutas y la geografía. De hecho, la naturaleza, el paisaje, provee el andamiaje del relato que escribiría un cuarto de siglo después. Mecido por el “suave trote” de su cabalgadura, se entretenía observando la naturaleza en los dos o tres días de viaje que tomaba cubrir la ruta entre las comunidades de Punku --adonde acudían a realizar la siembra de papas-- y Killa --en las riberas del río Apurímac sede de la residencia  familiar—, sentía que se sumergía en “un mundo maravilloso”, de ichus solitarios meciéndose con el viento frío de la sierra, de preciadas orquídeas y frutillas agridulces creciendo a la vera de los caminos.  A su lado –evocaría el Lurgio maduro— cabalgaba su padre “pensando tal vez en casa, donde mamá estaría esperándonos sentada en la puerta tejiendo calcetines o chompas” deseando ver llegar sanos a sus hijos y a sus maridos”.

¿Cómo penetró hasta aquellos parajes la inquietud rebelde que arrastró a su hermano? “Nunca nos dijo como fue que se juntó con los guerrilleros” recordaría el autor. Al viajar a Huamanga a inscribirse en el servicio militar obligatorio “se había nutrido de las ideas del PCP”. Más tarde, cuando le toque escoger un “nombre de combate”, propondrá Lurgio –con la ingenuidad de sus doce cortos años— bautizarse como “Che Guevara” recordando el apelativo que su hermano le había puesto a la balsa que usaban para pescar en el río Apurímac. En tono bucólico describiría posteriormente el ambiente político de aquellos días: “como la lluvia buena” había llegado SL a su comunidad; pero si bien “las primeras gotas” habían dado “esperanzas de vida” y de “justicia social” el miedo prevalecería cuando “las aguas comenzaron a destruir y limpiar todo lo viejo”. Se comenzó entonces a vivir “el diluvio” –el “río de sangre” del “presidente Gonzalo”--   no quedando otra opción “que subirse al arca maoísta o unirse a la agrupación de rondas campesinas” que, en oposición a SL, comenzaban a florecer en la región.

En esas circunstancias, “semanas después de la masacre de Uchuraccay” partía Lurgio de la casa de su tía: “ella, con sus ojos llorosos, me decía que me quedara, pero ya estaba decidido; firme, partí a una aventura desconocida sin fecha de retorno. Tenía 12 años.” ¿Qué estructura familiar, comunitaria o educativa hizo imposible retenerle, impedir que un niño se sumara a la locura subversiva que iba envolviendo la región?

II

De casualidad, entre fines del 83 e inicios del 83, Lurgio se había encontrado con “Raúl”: un militante senderista autorizado por el partido para visitar a su familia en las cercanías de Punku quiene le informa de las andanzas de su hermano mayor. Accede, a su pedido, a llevarlo consigo en el viaje de retorno. “El sol moría sobre el horizonte teñido de rojizo, como la bandera del PCP” cuando llegan a la “chocita de adobe con techo de ichu”  en que se encontraba el pelotón guerrillero: unas treinta personas, de entre 18 y 25 en su mayoría, el mayor de los Gavilán Sánchez entre ellos.

El aprendizaje de la sujeción al partido es lo que prosigue para el flamante camarada “Carlos”. Leer textos de Lenin, Mao o del “Presidente Gonzalo” que apenas entiende, aprender el ritual partidario y una cierta retórica maquinal incluye el entrenamiento. Lo central, no obstante, es aprender a estar listo para morir. La guerra, en esas circunstancias, significaba enfocarse en la eliminación de los “miserables” uniformados pero, sobretodo,  de los yanaumas o ronderos que les apoyaban: los paisanos de los pueblos, es decir, que se habían puesto en contra de las directivas del PCP.

Escuetamente describe Lurgio la gama de operaciones en que participa: el asalto directo a un campamento rondero que termina con el ajusticiamiento de varios de ellos; la captura, en las fiestas de carnaval, de lugareños que, con unos tragos demás, revelan sus contactos con los militares –“ahí mismo los atrapábamos para luego matarlos sin que se diera cuenta nadie” con las “retamas y las quebradas oscuras” como únicos testigos—o las acciones mayores, movilizando “masas” de varios centenares con el fin de atacar, por ejemplo, la base militar de San Miguel. Tanto o más notable, asimismo, su relato de las condiciones de vida de los subversivos: durmiendo en cuevas durante el día, desplazándose de noche por las alturas, soñando con la llegada del comunismo para comer de todo y hasta el hartazgo. Gracias a la colaboración de los comuneros anota Lurgio todavía se comía bien cuando ingresé a SL. En la medida que se convirtieron en yanaumas, sin embargo, quedaron desabastecidos, debiendo replegarse a las áridas partes altas de donde bajaban de vez en cuando en busca de alimentación: “nos habíamos vueltos rateros”, unos guerrilleros hambrientos todo el tiempo pensando en cómo conseguir comida. Y “todo valía” en ese empeño, no había “asco ni repugnancia”.

Era un momento crucial del conflicto. Cuando el SL justiciero de los inicios se convertía para los campesinos en una tenebrosa amenaza y las fuerzas militares --que habían entrado en combate en diciembre de 1982-- aparecían como un posible aliado para resistir a los maoístas. Sin miramiento alguno ordena el PCP combatir a la contrarrevolución. De esa singular coyuntura es el libro de Gavilán Sánchez un testimonio singular. De la conversión, vale decir de la utopía guerrillera de los textos y de los posters en una desquiciada máquina de matar. Tendencia patente, para comenzar, en los brutales métodos de que se valen sus mandos para asegurar la cohesión interna de su EGP. Como ocurre con un grupo de combatientes acusados de quedarse con parte de las vituallas recolectadas de las comunidades en una “oscura y fría noche” de junio de 1984,.

Tenían entre 18 y 22 años. Atadas con sogas de lana de llama, llorando y pidiendo perdón, son llevados al lugar de su ejecución. “Ajenos al dolor humano de los compañeros presos –anota Gavilán Sánchez—jalábamos de la soga cuando inútilmente intentaban escapar”. Cavan su tumba antes de morir. ¡Viva Gonzalo, viva Mao! Alcanzan a gritar algunos; con las justas emiten otros un grito de desesperación. Delatada “por algún camarada” por haber robado “una lata de atún y tres galletas” igual condena recibiría la “compañera Martha”. Discute la columna en este caso la manera de ajusticiarla --“cada  uno contestábamos diciendo: fusilada, con la soga, apedreada, colgada”--; a ella misma se le pregunta, finalmente,  cómo quería morir. Optan por ahorcarla. Pero como estaban “en retirada” y carecían de pico o de pala para cavar la tumba, dejan su cadáver en una casa abandonada: verían “como los perros peleaban su carne putrefacta” al pasar por el lugar unos días después.

Haberse pasado una semana en sus días de permiso --además de enamorarse de un policía en Tambo-- le costaría la vida, asimismo, a la “compañera Fabiola”.  Sollozante permanece atada toda la tarde, mientras sus más “íntimos” “decíamos bajito: pobrecita”; sin dejar de recordar por cierto  la “buena sazón” de sus platillos o que “lavaba bien nuestras ropas” y estaba siempre dispuesta a despiojar a los camaradas. A cinco de ellos les encargan ahorcarla al caer la noche: “tenía mucha fuerza, demoramos casi media hora, no podía morir, hasta que la enterramos por fin”. La gran sorpresa sería encontrar vacía su fosa unas horas después. En el fondo de un barranco ubicarían finalmente su cuerpo. Medio muerta había intentado huir: “la mala hierba nunca muere” decían los camaradas rememora el autor.

Se vive o se muere por migajas. Unos sueñan aún con la toma del poder que los líderes insisten esta casi al alcance de su mano. Otros, simplemente esperan que con bajo el socialismo puedan comer bien. No logra impedir el miedo a la sanción que en la soledad de sus horas de vigía sigan compartiendo los militantes sus anhelos de desertar: “los mandos decían ‘estamos haciendo historia’, pero ya no escuchábamos los demás discursos”. Poco o nada nos dice Lurgio del perfil de sus camaradas. Si había otros “voluntarios” como él o si eran reclutas forzados por ejemplo. Lo cierto es que se trata de una guerra de alto costo social, en que los líderes locales son cada vez más jóvenes e inexpertos. Revela “Carlos” por ejemplo el desconcierto de una comunidad a la que lo envían para coordinar una acción: cómo pueden mandarnos un niño murmuran los dirigentes comunales en el respeto, tradicionalmente, viene con la edad. Para legitimarse, deduzco, los imberbes guerrilleros senderistas se ven compelidos a actuar con redoblada firmeza. A matar más, en suma. Y, en la medida que se consolida la alianza rondero-militar y que retoma el Ejército el terreno inicialmente concedido por la policía aumenta la tasa de desaparición de los cabecillas. Con la cabeza destrozada por un disparo de lanzagranadas --en circunstancias en que un “convoy de marinos” sorprendió a su destacamento “cuadrando” (asaltando) carros en la carretera a Huanta—cae en algún momento el propio hermano del autor.

La designación de “Carlos” como “mando político” coronaba este viaje hacia la locura. Tenía 14 años y aunque reiteraba su convicción combativa en las cotidianas sesiones de autocrítica soñaba con huir antes que la “guerra popular” terminara por engullirlo a él también.

III

Si la guerra hubiese tenido lógica Lurgio debió haber muerto en marzo de 1985 cuando cayó en manos de una patrulla militar. Como un senderista consecuente intentaría morir; mi garganta –nos dice-- no logra emitir alguno de los lemas con que los senderistas solían enfrentar el momento final; comienzan a lagrimear, más bien, ante la certeza de que “en unos instantes más” las balas “destrozarían mi cuerpo”. Cuando “volví en mí”, sin embargo, “el teniente me estaba hablando, traducido por unos ronderos que habían venido con la patrulla”. Que guíe “el camino de regreso a la base militar” ordena el oficial, mientras los roderos reclamaban airados expresándose en quechua: “mátenle a ese terruco, ellos, asi pequeños han quemado nuestras casas”. ¿Se apiadó el teniente de su corta y maltrecha edad? ¿Pensó más bien en su utilidad de su experiencia con la subversión?

El cuartel Los Cabitos se convertiría, a partir de entonces, en el lugar en que Lurgio haría la transición a la “edad de la razón” en tanto aquel joven teniente que le había salvado la vida --en palabras del propio autor— se convertía en su “padre militar”. Una sencilla frase bastaría para resumir la huella que este dejaría en su vida: “me preguntó si quería estudiar; ‘sí mi teniente’ respondí de inmediato”. La imagen del Ejército como una presencia civilizadora emerge del relato; lo que en su caso particular significaría tener por primera vez documentos de identidad, aprender castellano y “cantar a boca llena el Himno Nacional”, como para otros, dejar de tener “relaciones íntimas” con llamas o burras aprendiendo a hacerlo con las “charlis” (prostitutas) que sus oficiales ponían a su disposición.

Imposible escapar, sin embargo, a la cruda lógica de la guerra. En las bases militares establecidas en los distritos más conflictivos –por las que rotan los soldados de Los Cabitos--, sobretodo. Una “disciplina militar” rayana con la barbarie prevalece ahí.  Bien conocidas historias corrobora, al respecto, el testimonio de Gavilán. Historias como la ocurrida en la BM de San Miguel donde, ante la llegada de la inspección militar, se decidió matar a todos los prisioneros, procediendo, como paso previo, a un postrero abuso sexual de un puñado de infortunadas “terrucas”. En aquellos lugares remotos, como en sus épocas senderistas, para sobrevivir, Lurgio y sus compañeros se ven obligados a salir de caza o a ir de casa en casa solicitando donativos o recurriendo al truque.

Como en la experiencia senderista, asimismo, la completa inmersión de los jóvenes reclutas --por la vía de un entrenamiento despersonalizador—en las miasmas de la guerra se veía como precondición de su eficacia militar. Un encuentro que incluía sumergirse en un depósito de desperdicios de los animales degollados en el camal de Huanta, matar perros a cuchillazos y beber su sangre o comer avena con pólvora. Aprendizaje que monitores como Lurgio volcarían posteriormente en los nuevos reclutas llegados de diversos puntos del país. Uno de ellos, en cierta ocasión, les denunciaría por haberles hecho tragarse sus heces; muy duro pagaría el atrevimiento: “lo hemos masacrado y lo hicimos desertar a propósito, avisándole bien que el cuartel era para hombres no para llorones”. En tales circunstancias, significativamente, un nuevo e inesperado diálogo habría alentado en Lurgio el afán por explorar horizontes nuevos. Escoltaba a unas monjas misioneras quienes llevaban servicios religiosos a comunidades de difícil acceso, subían una larga pendiente cuando una de ellas le dice: “¡Usted puede ser sacerdote!.

“Solté una carcajada inocente, y dije: ‘No madre. Yo tengo pecado grave y seguro Dios me bota a patadas’. ‘!No, no¡’, me respondió. ‘Dios vino al mundo a buscar a los pecadores”. Las palabras de la madre hasta me hicieron soñar que andaba con el sayal puesto, curando las heridas de las balas, dando de beber a los sedientos, reconciliando a los de SL, con los militares”.

Había culminado la secundaria, aspiraba a ser maestro. Y acaso, en esas circunstancias, sintió la necesidad de limpiar su alma, de retomar ideales perdidos. No tuvo éxito su primer intento de arreglarse con Dios a través de, el por ese entonces Obispo de Ayacucho Juan Luis Cipriani quien al enterarse que venía del Ejército y que, por lo tanto, había tenido contactos con prostitutas, no podía aspirar a ser sacerdote. Los Franciscanos le abrirían las puertas eventualmente. El 16 de marzo de 1995 “crucé el vestíbulo del convento incorporándome al mundo fascinante de la vida religiosa”.

Como modesto campanero del convento de Los Descalzos --sometido a una vida que por su disciplina y su demanda físico y mental no difería mucho de la militar-- se sentía que proseguía su lucha “por el comunismo igualitario por vía de la paz”. La paz interior, el alejamiento de la violencia, haría la gran diferencia; la figura del santo de Asís captura su imaginación; una de las canciones que canta como novicio habría “calado en mi vida”:

“Fui descubriendo un camino distinto,

sentí en mi alma un vacío total.

No quiero amores que pasan y mueren

hoy solo canto a mi Rey inmortal.

Yo quiero ser el evangelio viviente

abandonarme en tus brazos, Señor.

Escribir sus memorias memoria sería, en esas circunstancias, parte de su viaje hacia la reconciliación con su propia humanidad.

IV

En un “espacio tiempo-histórico” situado prácticamente al margen de “país oficial” transcurre la singular trayectoria de Lurgio Gavilán. No es extraño percibir desde ahí la vida peruana como una suerte de inquietud crónica, “comenzando siempre desde ‘cero’ sin llegar a ninguna parte”, contexto en que las más delirantes propuestas paracen alcanzar un inefable tono de verdad. Un ángulo, de otro lado, de muy difícil acceso para la investigación externa. Imprescindible, por cierto, no solamente para acceder a una visión “desde dentro” de la dinámica guerrera –a la etiología misma de esa erupción existencial que engulló a miles de niños y jóvenes como los hermanos Gavilán Salazar-- sino para comprender también los vacíos que, para comenzar, haría posible que la ingenua búsqueda de un  infante quechua-hablante deviniese en la alucinante historia de un niño-soldado. Es desde esa perspectiva --comprendiendo a cabalidad los contextos locales-- que se hace evidente la distintiva complejidad de aquella contienda atroz. Que el denominado  EGP senderista aparezca, por ejemplo, como una alternativa justiciera y, al mismo tiempo, como una mera banda armada gobernada por las pulsaciones sádicas o tanáticas de un rapaz de 14 años o que aparezcan las fuerzas del Estado como una alternativa analogamente brutal. Ahí el mérito principal de este libro que --como afirma uno de sus prologuistas—es de esperarse, anime a que “otros peruanos puedan contar sus memorias al mundo”.

[1] Lurgio Gavilán Sánchez, Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia, Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2012.


Escrito por

José Luis Renique

Escribe sobre el Peru desde Nueva York.


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