#ElPerúQueQueremos

En los márgenes de nuestra memoria histórica: El Perú de Max Hernández

Publicado: 2012-12-11

“Los hechos históricos –sostendría en cierta ocasión Marc Bloch– son, en esencia, hechos psicológicos”. Un fascinante reto analítico planteaba, con esa aparentemente sencilla afirmación, el célebre historiador francés fusilado por los nazis. ¿Se trata simplemente de someter la dimensión subjetiva y conductual a la autoridad de Clío o es posible refundar la apreciación histórica desde las arenas movedizas de la vida psíquica? ¿Cómo conciliar, seria y productivamente, las dispares perspectivas fácticas y temporales del psicoanálisis y la historia? Coronando una vieja preocupación histórica expresada en varios estimulantes textos(1), Max Hernández asume el reto de pensar el Perú desde esta perspectiva en En los márgenes de nuestra memoria histórica (Lima: Universidad San Martín de Porras. Fondo Editorial, 2012). Un trabajo notable no sólo por su densidad teórica sino, particularmente, por su vocación para producir un análisis del  pasado –como el propio autor sostiene citando a su maestro Freud—con “hedor a actualidad”; que proviene, por cierto, no tanto de la sofisticación académica como de la vivencia política y de la experiencia clínica. Si su práctica médica es consustancial a la médula humanista de su mirada, de su larga trayectoria pública –desde sus años como dirigente estudiantil sanmarquino en los años 60 a su reciente desempeño como secretario técnico del Acuerdo Nacional—provienen, de seguro, muchas de las inquietudes que impulsan al presente texto. Una travesía que, con ese punto de partida, va desenvolviéndose –en palabras del autor– sin obedecer a una “tesis única”, eligiendo momentos paradigmáticos –de Chavín de Huantar a Ucharaccay—en la búsqueda del enlace oculto entre “circunstancias sociohistóricas” y “estructuras mentales” recurriendo a la teoría en razón de la demanda. Una privilegiada pluma, por si fuera poco, permite transmitir con pasión y con elegancia, la intensidad del encuentro con objetos y personas.

I

Con Chavín se instaura en los Andes centrales la civilización. Lo que supone “renuncias” –la opresión social tanto como la represión sexual—que desentraña Hernández vía el examen de su más paradigmático objeto: el legendario lazón de granito. De la piedra exhuma la ideología del “estado teocrático”; un “imaginario terrorífico” que sus sacerdotes manipulan para justificar su poder. Punto de inicio del gran reto de la vida andina: articular un proyecto integrador. Aventura que a su punto culminante llegaría en 1532. Con la conquista quedaban sometidos los Andes a una lógica eurocéntrica que requería “inventar” una América ad-hoc a sus intereses. La cima civilizatoria de ellos, de tal suerte, venía a significar un cataclismo del otro lado del Atlántico. Conquista no sólo material sino de la subjetividad: por largo tiempo, “las categorías mentales del colonizador” seguirían rigiendo en nuestras tierras, entrabando el proceso de la propia identidad, nublando la capacidad de autoreconocernos.

De esa imposición, los archivos simbolizan una dimensión clave: la postergación de la oralidad que hasta entonces había definido el horizonte cultural andino; la instauración de ese “gran sistema mnemotécnico” que vino con la escritura, implementador de la amnesia que asegura la indiferencia y el menosprecio del otro y del saber no letrado y la consiguiente perpetuación de la polarización español-indios.  Acaso con el uso de la “electronalidad” –observa Max Hernández—se abre la posibilidad de superar la “brecha escribal” impuesta en el XVI. Acaso, con la aceptación de nuestra propia multiculturalidad, nuevos usos de los viejos archivos se abran paso: transformarlos de instrumentos de imposición amnésica en medios de recuperación de “hechos remotos” que se hace necesario “historiar”.

No queda ahí el legado del XVI, hay una dimensión más complicada aún: al no ser capaces de ver la Conquista como tragedia –en el sentido clásico, ateniense, del término como “imitación de una acción noble y esforzada” que daba a la audiencia la posibilidad de identificarse con el héroe trágico a la vez que condenaba su desmesura”—perdieron los colonizadores una oportunidad catártica; ese rito colectivo de la polis que limpiaba el alma del agresor y abría las puertas a una cierta empatía con el agredido por la vía de la piedad. Como una “traumática fractura” quedaría la memoria de 1532 sin tal oportunidad. Y el mestizo, en esa medida, como producto de la violencia, como una “identidad negativa”: encarnación indeseable de “la mezcla, la marginalidad y la ilegitimidad”.

En el umbral de la modernidad, había Europa recuperado la noción de la tragedia clásica, accediendo con ello a la posibilidad de procesar su larga Edad Media. Sin embargo, para mantener su lugar en la cúspide de la globalización por venir era preciso mantener en la “edad oscura” al mundo colonial; cerrando así la posibilidad de elaborar su culpa trágica, de imaginar un Edipo mestizo y marginal; abriendo el camino, por el contrario, para la “instauración de lo colonial en la interioridad del dominado”. Lo que derivaría en un patrón de aculturación que –de Felipillo a Guamán Poma de Ayala y José Gabriel Condorcanqui— tendría al “trauma de la Conquista” como núcleo central y en cuyo marco los indios acabarían como “una mayoría dominada, sin voz, arrinconada” y los mestizos continuaron escindidos. Una “dualidad antagónica”, en suma, que ponía frente a frente a “dos razas” a costa de la invisibilización de la “pluralidad étnica y la diversidad de tradiciones” que caracterizaba al país realmente existente. Ahí, deducimos, el gran trasfondo subjetivo de nuestro drama contemporáneo.

II

Así constreñida, no alcanzaría la rebelión criolla a poner en crisis al orden instaurado en el XVI. ¿Por qué se pasmaron tan pronto –interroga Max Hernández— los impulsos que podrían haber permitido una reconfiguración de la situación colonial? Es una bien conocida historia –una república con pies de barro, erigida sobre una secular fractura-- leída en este caso en clave psicoanalítica: “peleado con el padre y huérfano de madre”, se responde, abrumado por un cuantioso a priori histórico --que “fracturaba la idea de nación y ahogaba cualquier potencial simbólico del mestizaje”-- nacía el proyecto independentista. Ahí la clave de la impotencia integrativa. El “narcisismo limeño” aparecería, en ese vacío, como limitadísimo referente “nacional”: hablan de “patria” los dirigentes criollos, explica Hernández, pero su fascinación con el “espejo limeño” no les permitiría captar el significado de su “vastedad geográfica ni de su pluralidad étnica”.

Una “propensión exclusivista” que vuelve a hacerse evidente cuando a medio siglo del nacimiento de la república se abre con la bonanza guanera una inesperada posibilidad de modernización. Superan los “consignatarios del guano” el “progresismo abstracto” de la primera generación liberal; insuficientes sus “sueños” reformadores, sin embargo, para avanzar con efectividad en la forja de la nación. En el debate sobre la “república práctica” de Manuel Pardo y Lavalle coincide Max Hernández con quienes tienden a dudar de su capacidad para trascender los marcos de su propio elitismo, para concebir un proyecto verdaderamente integrador. Puede intuirse –afirma-- la “soledad” de un personaje (Pardo) que se “extrañaba de su propio grupo” para articular un programa cuya concreción hubiese conllevado “un drástico reacomodo de las relaciones entre Estado y sociedad”.

Para darle a sus proyectos legitimidad, requerían las élites nacionales recabar elrespaldo del pueblo. Del examen de un cuadro y de una fotografía se vale Hernández para explorar las “tensiones subyacentes” a la elaboración de un “discurso legitimador criollo urbano”. “Los funerales de Atahualpa” del pintor piurano Luis Montero era el primero de ellos. Lo había realizado en Florencia el año anterior. Un “éxito rotundo” tendría su exhibición en Lima en 1868. Con notable “unción ciudadana” unas 35 mil personas contemplarían el óleo como si participaran en una “celebración significativa de la polis”. Una antigua y neurálgica herida buscaba suturar Montero con su pincel. En 1532 el cuerpo de Atahualpa había desaparecido. Más de tres siglos después la imaginación criolla ofrecía al Inca sus nunca realizadas exequias. Con un momento clave de la construcción del imaginario de la nación –observa Hernández—había sintonizado el artista. Cuando, en el momento mismo en que –abatidas ya las más depredadoras expresiones del militarismo y abolida la esclavitud y el tributo indígena bajo Ramón Castilla—se creaban las condiciones para la entrada a la historia de la plebe urbana. Como una suerte de oferta de reconciliación aparecía, en ese sentido, el mencionado cuadro de Montero:

“El tema calzaba perfectamente dentro de los intentos del nacionalismo criollo por establecer los marcos discursivos adecuados al proyecto del Estado liberal republicano. En la mitad derecha, las vírgenes del Sol con aspecto europeo, al centro un cura apoyado en una columna con un incensario y a la izquierda el cadáver del inca rodeado de conquistadores y curas. El foco había sido desplazado de la captura, prisión y ejecución del inca a sus honras fúnebres”.

El uso del “espacio pictórico”, de otro lado, permitía al al observador ubicarse fuera de la escena, pudiendo capturar “horizontalmente” a los diferentes grupos de una sociedad “extremadamente vertical y jerarquizada”.

También a la plebe urbana, aunque con un cariz diferente, habría de referirse el segundo objeto analizado por Hernández: una fotografía de uno de los más dramáticos momentos de la historia política de la joven república: la reacción popular contra el golpe de Estado de los hermanos Gutierrez  que, en julio de 1872, pretendería desconocer la victoria electoral del civilista Manuel Pardo. Un retrato supuestamente realista que era en realidad un fotomontaje como lo demostaba el tamaño desproporcionado de los cuerpos de los golpistas pendiendo de las torres de la catedral. Una imagen demostrativa de un “estado de ánimo colectivo: la exaltación propia del triunfo del David civil sobre el Goliat militarista”, el registro deliberado de una transformación crucial: de multitud airada a masa política que “expresaba en gérmen la aceptación de un liderazgo civil”.

Si en el primer caso se buscaba superar la violencia de la Conquista --aludiendo a los beneficios que para vencedores y vencidos traería el “triunfo del progreso”--, en la foto de los derrotados Gutiérrez –que circularía de mano en mano en la capital peruana— se anunciaba el potencial conflictivo que la modernización ad portas podría llegar a inflamar. Entre el asesinato de Manuel Pardo (Noviembre 16, 1878) y el inicio de la guerra del Pacífico (Abril 5, 1879) el tren de la historia pareció detenerse súbitamente en el Perú. Y en ese contexto un nuevo hervor le aplicaría la vida al complicado entramado psico-social del Perú criollo-mestizo: la infausta guerra del 79.

III

A la constatación de una cuestión básica se limita Hernández en el breve capítulo dedicado a la guerra del 79: a comprobar la huella dejada por la derrota en la narración de los hechos bélicos. El concepto de “rabia narcisista” introduce para explicar un sentimiento que se dirige tanto al agresor como contra uno mismo, generando un conflicto interno en que se empozaban “los anhelos de venganza”.  En el atribulado tiempo que prosiguió a la caída de Lima acaso surgió la posibilidad --siguiendo la máxima de Ernest Renán en su célebre discurso “¿Qué es la nación?” (1882) de que “el sufrimiento común liga más que la alegría”— de cohesionarse en torno al dolor de la derrota. Es el momento de Pájinas Libres. Con los relativos éxitos económicos de la reconstrucción, no obstante, reaparecerían las dificultades para articular la visión del progreso material con un proyecto nacional que articulara lo económico, lo social con lo ético y lo moral.

Urgidas por alejarse del fantasma de la “polonización” e incentivadas, de otro lado, por la etnocéntrica prepotencia de la “era del capital”, no entendieron las elites peruanas el valor estratégico de delinear una “lógica de la reconstrucción” que tomase en cuenta “las particularidades del desarrollo económico”. En un país andino-amazónico, más aún, dotado de una exhuberante biodiversidad, marco de una sociedad pluriétnica y multicultural cuyas potencialidades apenas entrevistas eran por aquel entonces. En estas condiciones, estragado por un XIX de “falacias y ensueños guaneros” y “proyectos interrumpidos”, entraba el Perú a su propio corto siglo XX que, del fin de la república aristocrática (1919) a la caída de Abimael Guzmán (1992), no menos ambiguo que el anterior terminaría siendo.

IV

Por el puente de una artificiosa Belle Epoque criolla accede el Perú a su corto siglo XX. Ilumina aún con fuerza el ideal positivista insurgiendo al mismo tiempo las voces de sus descontentos. Con Manuel Gonzalez Prada y José de la Riva Agüero, desde los extremos opuestos de la “ciudad letrada” se plantea la pregunta sobre la nación. Una creciente polarización iría verificándose entre el inicio de la Gran Guerra y el Centenario de la Independencia.

Si la llamada “generación del centenario” –tan dispuesta a efectuar el “balance y liquidación” de la obra de sus maestros— habría ocupado el lugar de Edipo –en tanto “gran héroe moderno”-- se pregunta Hernández. La época les dio alas. Insurgen los sectores medios y populares horadando con su movilización los parapetos genealógicos y endogámicos que limitaban la visión de la élite gobernante. Una inédita “eclosión” nativista propició un debate (1927) en que tanto quien reivindicaba al indio (José Carlos Mariátegui) como quien auspiciaba la síntesis mestiza (Luis Alberto Sánchez) buscaban “establecer una ligazón afectiva de alcance nacional”. Más allá de su largamente analizado significado “ideológico”, como la búsqueda de “fórmulas simbólicas capaces de restituir la autoestima dañada” lo ve Hernández; como la búsqueda, vale decir, de “alguna suerte de ideal que pudiese ser compartido por una comunidad plural y diversa en la que la diferencia y la identidad trascendieran las fisonomías y los pigmentos”. Insuficientes, a final de cuentas, sus despliegues “parricidas” para llevar su misión a un final feliz.

Se avanza bajo Augusto B. Leguía (1919-1930) en desarrollar formas modernas de legitimación política basadas en una racionalidad burocrático-legal frente a aquella otra “tradicional” asociada a la dominación étnica y al racismo. Y sobre esta alteración crucial, José Carlos Mariátegui, Víctor Raúl Haya de la Torre y Víctor Andrés Belaúnde fundarían corrientes ideológicas que, por sus propias vías, intentarían “transformar las estructuras sociales a través de la política”. Tras las reivindicaciones sociales que los nuevos partidos de masas impulsarían --como de la violencia que la “crisis del 30” y el subsecuente reflujo conservador suscitarían--, asomaba la sombra de “antiguos rencores” y los efectos de “una vieja urdimbre autoritaria”, mediatizando los cambios, alentando la regresión o, meramente, imponiendo “la conformidad y la repetición”. De los 30 a los 50, vale la pena recordar, una era gris y represiva se vivió en el Perú.

Con el acento puesto “menos en los hechos que en su impacto” emprende Hernández el análisis del complicado “fin de siglo” peruano en el más largo de los 13 capítulos que integran  su texto. Acceder, por la vía de “exhumación” de ciertos sucesos, a ese “torbellino” subterráneo que impulsó al país a “una situación límite” --que pondría a prueba “los límites éticos, sociales y políticos del Estado y de la sociedad”-- es ahora el objetivo ahora. Una desmesurada “hipervaloración de las ideas” se impone sobre ese complicado trasfondo; patente por sobretodo en esa “versión idiosincrática y particularmente tanática del maoísmo” que insurge desde Ayacucho.

En el incidente de Uchuraccay –el asesinato de ocho periodistas y sus dos guías en enero de 1983—concentra el autor su atencíón. Explora por su intermedio las “graves dificultades” exhibidas por la sociedad peruana para encarar las “dolorosas realidades” por venir: el choque entre las visiones idílicas del campesinado andino y el impredecible impacto del terror senderista en ese mundo social; la profunda suspicacia que en la sociedad civil despertaba la acción militar y la impaciencia de todos frente a la ineficiencia judicial. Ni la llamada Comisión Uchuraccay (de la que el mismo Max Hernández sería integrante) ni la subsecuente Comisión de Paz lograron advertir las dimensiones de la tragedia que se se incubaba. Nadie tenía una estrategia al respecto. De la incertidumbre estatal aprovecharía el senderismo para avanzar. Las cárceles –donde la reclusión y el aislamiento “generaban una dinámica grupal que exacerbaba el sectarismo”-- emergerían como vitrina por excelencia de su “férrea voluntad”. La realidad arremetía contra las construcciones ideológicas y los libretos prestablecidos, generándose una “atmósfera emocional” en que algunas preguntas claves quedaban desatendidas: ¿cómo explicar el “olímpico desprecio por la sociedad indígena” con que actuaban subversivos y antisubversivos? ¿cómo explicar, más aún, que en momentos en que “la nación se definía cada vez más como mestiza” hubiese logrado reactivarse –al calor de la radicalización subversiva y de la respuesta racializada de la contrainsurgencia—un imaginario social dualista de muy viejo cueño que enfrentaba lo indio y lo occidental? ¿Cómo entender que, ni los siglos de mezclas, ni la cholificación del XX, ni la escolaridad rural, hubiese logrado atenuar “la escisión” básica de la historia peruana que propiciaba la reactualización de la confrontación civilización-salvajismo?

Como una “frivolidad nefasta” califica Hernández cualquier intento de promover el olvido de este capítulo doloroso. Que en su procesamiento, subraya más bien, anida la posibilidad de instituir una memoria colectiva “abierta al porvenir”. Que si se piensa en la dimensión “más elevada de la salud nacional es necesario recordar estas amargas verdades con serenidad y magnanimidad”. No recaer, en suma –como tantas veces en nuestra historia-- en la actitud de mirar sin culpa y sin piedad la tragedia del otro. Avanzar, por contrario “al mutuo reconocimiento y la aceptación plena del otro”.

Ejercicio urgente –advierte Hernández—cuya “hipercomplejidad” procura explicar. Se trata, para comenzar, de efectuar una “radical transformación” de modos de pensar; deshacerse de “sistemas de creencias” como verdaderas “cárceles mentales” han venido funcionando generación tras generación. De ese círculo vicioso, la versión del mestizaje prevaleciente en el Perú --que además de su aptitud para coexistir con un inveterado racismo desconoce las identificaciones étnicas de los diversos grupos--, es ejemplo paradigmático.

Ni “aculturación”, ni “sincretismo” o “hibridación” –subraya-- alcanzan a capturar la complejidad de los procesos que –al calor de la modernización informática y la globalización económica más aún-- se verifican en el Perú. Admitir el carácter pluriétnico y multicultural de la sociedad peruana es, en ese proceso, a juicio de Hernández, el único horizonte posible. Lo que implica pasar del pensamiento lineal a una “comprensión polifónica” del mundo social, camino inevitable para imaginar una “visión compartida” de la existencia, para tender los puentes y construir los consensos que garanticen una real profundización de la democracia. Consecuentemente, el ejercicio de las libertades democráticas, habrá de permitir que la insistencia de las repeticiones dé lugar al desarrollo histórico. La tan postergada “catarsis” colectiva, en suma, hecha finalmente realidad.

V

Al muy conocido planteamiento de Benedetto Croce –“toda historia es historia contemporánea”-- nos remite el afán de realizar una reflexión histórica con “hedor a actualidad”. Indudables los beneficios de analizar el pasado para echar luces sobre el presente. Fácil proclamarlo, difícil hacerlo con rigor. El formato ensayístico, el enfoque multidisciplinario, la propia experiencia de vida, entre otros factores permiten, en este caso, una feliz conclusión de la tarea. Una tarea que siendo, fundamentalmente, un propósito individual es también el resultado de un diálogo sustancial –directo e indirecto—con importantes estudosos de otras vertientes humanísticas --del linguista Alfredo Torero y el arqueólogo Luis G. Lumbreras a los etnohistoriadores Franklin Pease y María Rostworowski o el politólogo Hugo Neira. Pertenece este libro, en ese sentido, a una tradición cada vez menos factible en tiempos de hiperespecialización. Un buen modelo para contrarrestar la estrechez empirista y monográfica en la formación universitaria.

Finalmente, nunca más actual que hoy --cuando se ventila en la Corte Internacional de La Haya un tema que remite a una historia originada 130 años atrás—revisar un texto que explora la dinámica de nuestras obsesiones de larga duración. Que aborda, más aún, las largamente desatendidas heridas psíquicas dejadas por una serie de episodios traumáticos que se remontan, al parecer, a 1532 o acaso antes, a Chavin, a las dificultades para construir nación en el hiperfragmentado –física y socioculturalmente hablando-- territorio andino. La confluencia del contrapuesto manejo del tiempo que el psicoanálisis y la historia conllevan permite –como lo demuestra Max Hernández—cuestionar una cierta memoria historia transida de paralizantes permanencias. Ubicándose al margen de ella -- des-centrandola, explorando sus niveles inconscientes, sus mensajes soterrados, sus mecanismos amnésicos—vale decir, en procura de discernir las múltiples dimensiones del cambio sociopolítico que debería acompañar a la poderosa modernización económica en curso.

(1) Memoria del bien perdido: conflicto, identidad y nostalgia en el Inca Garcilaso de la Vega, Madrid: Sociedad Estatal Quinto Centenario, 1991; Entre el mito y la historia: psicoanálisis y pasado andino, Lima: Ediciones Psicoanalíticas Imago, 1987; Es otro el rostro del Perú?: Identidad, diversidad y cambio, Lima: Agenda Perú, 2000, entre otros títulos.


Escrito por

José Luis Renique

Escribe sobre el Peru desde Nueva York.


Publicado en

Cuestión previa

Un blog de José Luis Renique